viernes, 28 de abril de 2017

16  de Abril, 2015  (PRIMERA PARTE)
Recuerdos –y metáforas- sobre los días vividos en King-Tuen.

Días sin rostro.

Quizá haya que pasar… quizá esté uno obligado a transitar por el árido mundo en donde la vida se ausenta de pronto y, poder así configurar de nuevo el rostro perdido.

Son días sin rostro, días que duelen en el azul del cielo, días de ironías agonizantes y sarcasmos de sangre interiores.

El rostro se pierde –tal vez- porque el pensamiento, tan ordenado él, se desestabiliza, pierde pie sobre un suelo repentinamente inestable y movedizo, casi siempre en detrimento de la auténtica vida, pero,  ¿sabe usted cual puede ser la auténtica vida? (¿Sabes tú cómo, y dónde, y por qué puede haber algo así que se asemeje a una auténtica vida?).

Yo, quizá, no sé… modestamente creo saberlo.  Y esa “auténtica vida” es una vida sencilla (aparentemente), pero es una vida a la que le pido casi todo; mejor dicho: se lo pido todo.  Y ahora me estremece el pensar todo cuanto le he exigido y le exijo cotidianamente.  Ciertamente, siempre fue mucho lo que le exigí a la vida: La culminación de las pasiones hasta sus últimas consecuencias… ¡Casi nada!

Recuerdas, Wein-Li… ¿recuerdas?  Yo no lo he olvidado.  Nunca voy  a olvidarlo.
¿Recuerdas cómo transigió con nosotros la Vida cuando le pedimos desmontar las ventanas?
Luego, sí, proseguimos con las puertas hasta no dejar una sola en toda la casa.  Y la Vida seguía sin decir nada, era complaciente y discreta con nosotros.

Debido a la ausencia de puertas y ventanas podíamos escuchar por las noches el rumor del viento en el bosque cercano a nuestra pequeña ciudad.
Pero lo mejor era –cómo lo recuerdo-  nuestra ausencia de complejos por nuestra distancia con los registros vanguardistas estético-literarios y estético-pictóricos, por lo que, con tal liberación, una noche vimos por primera vez el reflejo de la luna en la tarima del suelo y, entonces nos emocionamos hasta el llanto.

Pasaron unas semanas en las que, cuando era cuarto creciente, ya veíamos como algo normal ver en la tarima de nuestro cuarto el reflejo de Selene.
Hacíamos pequeños descubrimientos sin cesar, descubrimientos tan elementales como cuando los pobladores de la prehistoria observaban algo por primera vez.
Sólo pasaron un par de lunas cuando, una noche, y antes de dormirnos, hicimos una elemental deducción: Cuando Selene se encontraba en la plenitud vertical del cielo no podíamos verla, pues el tejado, que servía para protegernos de la lluvia, del calor y del frío, resulta que tenía el defecto de impedirnos su visión.

Todo era sencillo, plácido, natural, casi obvio y, algunas veces, teníamos la sensación clarividente de que algunos instantes concretos del día eran ciertamente sagrados.

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