14, agosto, 2017
La noche no se enciende, no acaba de
encenderse. Es huérfana de luz, teme la
luz, desecha la luz y sólo trae oscuridad, una oscuridad desconocida, una
tiniebla estival asfixiante, claustrofóbica, que ahoga por momentos, momentos
de divagación desesperada sin asidero alguno.
La noche es obvia, muy obvia, ciega. Nada se enciende ahora en un mundo de luces al
que estaba acostumbrado sin recordar que, todo podía llegar así, en extensas tinieblas del pensamiento.
La noche no se enciende, o quizá sí,
pero no puedo verla. He vivido los años
en la quebrada luminiscencia de crepúsculos constantes sin saber, tal vez sin saber que había otros mundos más allá
del mío en el que, por un tiempo, nada
brillaba, nada.
Estamos en la náusea del retorno y el
viento parado, detenido para siempre.
Estamos en el invierno perpetuo de los años.
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