14, agosto, 2017
No hay horizontes. No, no hay horizontes en la habitación. La habitación es un rectángulo que se asoma
con su gran balcón a la urbanidad del pueblo, a un exterior ciego.
Dos velas iluminan la estancia, luz
que quizá pretende ser la (sórdida) luz del mundo, una vez más, pero no sé de
qué mundo; luz perdida en la nada de una oscuridad perpetua.
No hay horizontes, ni paisaje, ni
intensos colores. Sólo el horizonte
interior nos trae la luz y los colores y el paisaje y, a veces -ay-, incluso la vida, la vida muy de tarde
en tarde, la vida por casualidad, la vida por accidente, sí, por mero
accidente.
El horizonte crepuscular de esta
tarde no era nada, nada, no existía, sólo estaba yo, sólo la mirada, un cuerpo
a la deriva, una voz amordazada, una mirada que no miraba, ni veía; una mirada
que le ponía nombre al mundo sin saberlo, sin desearlo, sin nada y para nada. Mirada interpuesta entre la existencia y el
caos.
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