domingo, 13 de agosto de 2017

<<La belleza convulsa>>  era algo latente, casi fijo, casi inmutable, viaje paralelo –que hacemos algunos- desde la segunda infancia.  Yo lo sabía, lo sabía por instinto.  Mas adelante lo afirmé, rotundamente, casi sin saberlo, en esos monólogos adolescentes donde la vida se vierte y revierte, del revés, por todas partes, o nos lleva de golpe a su doble fondo luminoso, drástico y mortal  (al final todo es mortal: se empieza por un adjetivo y  se acaba en un velatorio, el propio o el ajeno, pues da lo mismo).

Sí, <<La belleza convulsa>> es, era y será algo primario y latente que se sabe, se intuye, se conoce, aunque no todo el mundo, y eso es así, qué le vamos a hacer.

Creo que ya anoté aquí algo de todo esto, y ahora, es la segunda vez, pero no importa repetirse, repetirse lo que sea necesario.  La sordidez es algo neto y cotidiano para millones de seres y, nadie salimos indemnes de tal sordidez, y no por ello nos hablan o hablamos de ello constantemente; entonces, ¿cómo no hablar (siquiera en grandes palabras interiores) de <<La belleza convulsa>> como “descubrimiento” personal, y pasional, ya en un remoto día, un día casual y glorioso?

No hay plagio, ni remoto ni cercano, al hacer nuestro  (“mío”) un título de libro, ya antiguo, de un escritor fallecido.  <<La belleza convulsa>> es algo universal que pertenece a todos, y siempre será así, y es tener el honor, la suerte o la lucidez de haber descubierto esa belleza convulsa, quizá demasiado pronto, para mayor disfrute o, tal vez, para mayor desolación, para mayor convulsión de toda una  vida.

Diciembre, 2015

 

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