A veces, aquí en la bodega, no traigo
nada, o casi nada. No traigo libro, ni libreta,
ni folios, ni pluma, ni carpeta, ni lengua, ni palabras, ni garganta con la que
pronunciar esas palabras.
A veces no traigo ni el cuerpo porque
me lo he olvidado en casa y, resulta, sin embargo, que he traído la cabeza, sí,
pero se me olvidó la mano derecha…, y es entonces cuando haciendo alarde de mi
condición de ambidiestro escribo sobre el mármol de la mesa con la mano
izquierda y, ésta, se las arregla con más o menos desparpajo para encadenar las
palabras con sus comas, acentos, puntos suspensivos…
A veces me olvido todo en casa; es decir: me dejo el
cuerpo entero… brazos manos, piernas,
cabeza y, e incluso el pensamiento; pero como el pensamiento –ya se sabe- va
por libre, éste, se viene por las calles, se moja en las fuentes y chapotea en
los charcos. Y sólo entonces sé que todo transcurre como si tuviese un doble
cuerpo y, a veces, tal vez sea así, pero no lo tengo claro.
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